jueves

CRÓNICAS DE COMBI por Cristhian Espinoza

Desciende de la combi aún en marcha, sortea un par de codos y le sale rifado un carajo, así como se pronuncian las palabras hoy en día, sin gesticular y remplazando ojos por pantallas táctiles. Acababa de experimentar una de esas tantas postales que regala la vida, paisajitos en los lugares menos pensados, menos aún dentro de una combi limeña –las combis del otro Perú son una historia distinta- Sin embargo, a quince minutos de la primera práctica de Derecho Tributario II no podía permitirse saborear esas delicias fortuitas, sobre todo por que algún idiota había ordenado poner un “listón” de seguridad que te obligaba caminar cuarenta metros del paradero, en fin, estamos en Lima la gris, acá todo se perdona y olvida al día siguiente. Cruzó la pista, pero decidió no entrar aún a la facultad de derecho, pues había oído que en el Centro Cultural España estaban exponiendo unas cositas de un escultor arequipeño que podía amoblarte toda la casa con madera, también recordó haber escuchado algo sobre un refrigerador y un televisor de madera. Aparentemente este último argumento decidió por él y tomo el camino más largo, pues se fue por la espalda de la facultad, por arenales, es que estaba feliz y no le gustaba que lo vean así, no quería, mejor dicho. Cuando por fin llegó al Parque Washington, más conocido como “El España”, vio, con cierta nostalgia, que habían vuelto a blanquear la pared lateral del CCE, ya no volvería a ver a ese personaje limeño que le causaba tanto miedo cuando niño. La típica coqueta que no era más que un limeño provinciano con globos bajo la ropa que simulaban una astronómica tetamenta y un prominente trasero, besando a una chica –de esos besos que te hacen inclinar la cabeza y sonreír como idiota-. Aunque esa era solo la imagen principal, pues además había ciertos mensajes que invocaban los años mozos de Chacalón.

Mural de Mónica Miros - Centro Cultural España de Lima
Ninguno de ellos volvería a decorar la Avenida Arenales; sin embargo, por pura suerte, aún se mantenían –aunque solo por ese día- las pintas que vio nacer ese día de la marcha del MHOL. Dio su firma por la causa. Recuerda ver a tres preciosas raperitas con máscaras antigás pintando encima de una plataforma. Sin embargo, no recordaba ese busto de amplio vientre que simulaba ser una shipiba –quizá una awuajun o quizá una wampis, no sabía distinguirlas pero sabía su nombre, lo suficiente como para sorprender a unos cuantos incrédulos-  adornada de hojas al viento. Entró al Centro Cultural España y escuchó a cierto resentimiento heredado roncar. Entró al baño e hizo lo que tenía que hacer, cuando por fin terminó el jornal estaba a punto de  rifarse otras de esas casualidades ínfimas que se presentan. Se lavó los dientes y de repente sintió entrar un par de ojos que miraban directo al espejo, mostraba un rosto bastante familiar, uno que no recordaba cuando dejó de ver en el espejo. Se demoró bastante a propósito, pues el hombre se había quedado parado a un costado de él mirando el vacío, ni siquiera disimuló orinar. Estaba parado dándole la espalda mirando al vacío, esperando ese encuentro suicida que le haría arrancarse la piel y llorar su suerte tan pronto se encontrara solo. Cuando, después de prolongar al máximo su demora, salió del lavadero para fingir orinar mientras veía por sobre el hombro ese par de ojos frente al espejo, explorando y desechando cada una de sus facciones, como repasando la pesadilla que tenía al frente, negando su dios. Ojos tristes y llenos de temor, ojos vacíos que no había vuelto a ver desde hace un buen tiempo. Al fin salió para darle intimidad, para dejarlo disfrutar su dolor. Salió y en el camino pareció ver a un profesor identificando la felicidad en sus ojos. Chino de risa. Lo puso medio nervioso, pues no era para nada conveniente dejarse ver feliz en ese mundo tan gris. Prejuicioso y alienado. Entró por la cafetería como empujado por el viento, sorteo un par de obstáculos pero no pudo evitar derramarle el café a una pequeña -ni siquiera se disculpó el sinvergüenza-.  Cuando llegó a las escalera evadió al marroncito y lo dejó con el identifíquese en la boca. No sabía porqué pero se había detenido en el tercer piso y tan solo se permitió escabullirse a una de esas aulas que usaban los de la facultad de Administración para inventar nuevas formas de obtener dinero, entró sin tomarle atención a la clase que interrumpía –es urgente- se excusó, lo demás era en vano, una vez frente al teclado los dedos ya no le respondían ¿Otra vez?, sonrió.

Mural de Mónica Mirós - Centro Cultural España
Sin más abrió una hoja en blanco y comenzó a describir ese postal que se había encontrado en el camino. Dos señoras sentadas detrás del cobrador. Dos señoras muy peculiares, de mundos distintos sentadas lado a lado. De realidades irreconciliables hablando de precios de mercado y de esos jóvenes locos que hacían bulla en la Plaza San Martin. Una de ellas con piel de abuela, quemada por el sol pero sonriente por su ausencia. Una morena arrugada y sin edad, de sangre inca. Un sombrerito medio verde medio marrón con un moño cosido y dos campanas doradas colgando de él. Aretes sencillos pero imponentes, de una realidad tan cierta como el oro por el que destruyeron su hogar y el plomo que aun siente en el paladar. Una perla falsa acompañada de una herradura en miniatura besando un diamante de fantasía. Cabello negro y grueso como las venas heredadas, que necesitaban serlo para soportar el volumen de esa sangre color amanecer que tantas veces identificaba como suya, luego de negarla por idiota. Una chompita crema de mangas marrones cubierta por una manta celeste asegurada con un imperdible que justificaba el nombre por el tamaño. Era evidente que no se trataba de una limeña nativa, pero si de una peruana de esas que estaban antes de la excesiva exposición mediática en busca de “inversión privada” –como si la sed se curara privatizando el agua- . Nativa de una América que estaba antes del nombre, antes del cáncer extractivista que acecha su, mi y nuestra pachamama. Una falda centímetros antes del suelo, con colores que no afirmaban ni negaban su pasado, pero que lo gritaba y se escuchaba.  Al parecer este grito fue escuchado por la anciana de cabellos plateados que estaba sentada a su lado, pues de repente, como si acabara de regresar a su cuerpo, se volteó para verla, y entre todas las reacciones que pudo imaginar, ésta eligió la menos cuestionable, una sonrisa y un buen día.  Ella era totalmente distinta, pero igualmente abuela. Una señora vestida totalmente de negro con unos cabellos plateados que le daban cierta aura angelical y un saborcito metálico de esos que te recuerdan un término medio raro ¿Cómo era?     –clases sociales-. Era tal la belleza de esta flor del ayer que se sintió como si de repente viese a ese fantasma de entre sueños cincuenta años mayor –igual de bella, pero más vieja-. Una anciana angelical leyendo de asesinos parisinos sentada al lado de una anciana milenaria haciendo gala de sus matices altiplánicos. No podía pedir más. Normalmente no sabía a quién agradecerle esa clase de coincidencias, pero entre coincidencia y coincidencia, ésta no podía ser tan solo una coincidencia. Tantas abuelas no podían ser en vano. Se la debió de haber mandado la suya, esté donde esté. Se lo agradeció, pero no antes de recordar que el examen de Derecho Tributario II había empezado hace 45 minutos. ¿Otra vez?, sonrió.