Desciende de la combi aún en marcha, sortea un par
de codos y le sale rifado un carajo, así como se pronuncian las palabras hoy en
día, sin gesticular y remplazando ojos por pantallas táctiles. Acababa de
experimentar una de esas tantas postales que regala la vida, paisajitos en los
lugares menos pensados, menos aún dentro de una combi limeña –las combis del
otro Perú son una historia distinta- Sin embargo, a quince minutos de la
primera práctica de Derecho Tributario II no podía permitirse saborear esas
delicias fortuitas, sobre todo por que algún idiota había ordenado poner un
“listón” de seguridad que te obligaba caminar cuarenta metros del paradero, en
fin, estamos en Lima la gris, acá todo se perdona y olvida al día siguiente.
Cruzó la pista, pero decidió no entrar aún a la facultad de derecho, pues había
oído que en el Centro Cultural España estaban exponiendo unas cositas de un
escultor arequipeño que podía amoblarte toda la casa con madera, también recordó
haber escuchado algo sobre un refrigerador y un televisor de madera.
Aparentemente este último argumento decidió por él y tomo el camino más largo,
pues se fue por la espalda de la facultad, por arenales, es que estaba feliz y
no le gustaba que lo vean así, no quería, mejor dicho. Cuando por fin llegó al
Parque Washington, más conocido como “El España”, vio, con cierta nostalgia,
que habían vuelto a blanquear la pared lateral del CCE, ya no volvería a ver a
ese personaje limeño que le causaba tanto miedo cuando niño. La típica coqueta
que no era más que un limeño provinciano con globos bajo la ropa que simulaban
una astronómica tetamenta y un prominente trasero, besando a una chica –de esos
besos que te hacen inclinar la cabeza y sonreír como idiota-. Aunque esa era
solo la imagen principal, pues además había ciertos mensajes que invocaban los
años mozos de Chacalón.
Mural de Mónica Miros - Centro Cultural España de Lima |
Mural de Mónica Mirós - Centro Cultural España |
Sin más abrió una hoja en blanco y comenzó a
describir ese postal que se había encontrado en el camino. Dos señoras sentadas
detrás del cobrador. Dos señoras muy peculiares, de mundos distintos sentadas
lado a lado. De realidades irreconciliables hablando de precios de mercado y de
esos jóvenes locos que hacían bulla en la Plaza San Martin. Una de ellas con
piel de abuela, quemada por el sol pero sonriente por su ausencia. Una morena
arrugada y sin edad, de sangre inca. Un sombrerito medio verde medio marrón con
un moño cosido y dos campanas doradas colgando de él. Aretes sencillos pero
imponentes, de una realidad tan cierta como el oro por el que destruyeron su
hogar y el plomo que aun siente en el paladar. Una perla falsa acompañada de
una herradura en miniatura besando un diamante de fantasía. Cabello negro y
grueso como las venas heredadas, que necesitaban serlo para soportar el volumen
de esa sangre color amanecer que tantas veces identificaba como suya, luego de
negarla por idiota. Una chompita crema de mangas marrones cubierta por una
manta celeste asegurada con un imperdible que justificaba el nombre por el
tamaño. Era evidente que no se trataba de una limeña nativa, pero si de una
peruana de esas que estaban antes de la excesiva exposición mediática en busca
de “inversión privada” –como si la sed se curara privatizando el agua- . Nativa
de una América que estaba antes del nombre, antes del cáncer extractivista que
acecha su, mi y nuestra pachamama. Una falda centímetros antes del suelo, con
colores que no afirmaban ni negaban su pasado, pero que lo gritaba y se escuchaba. Al parecer este grito fue escuchado por la
anciana de cabellos plateados que estaba sentada a su lado, pues de repente,
como si acabara de regresar a su cuerpo, se volteó para verla, y entre todas
las reacciones que pudo imaginar, ésta eligió la menos cuestionable, una
sonrisa y un buen día. Ella era
totalmente distinta, pero igualmente abuela. Una señora vestida totalmente de
negro con unos cabellos plateados que le daban cierta aura angelical y un
saborcito metálico de esos que te recuerdan un término medio raro ¿Cómo
era? –clases sociales-. Era tal la
belleza de esta flor del ayer que se sintió como si de repente viese a ese
fantasma de entre sueños cincuenta años mayor –igual de bella, pero más vieja-.
Una anciana angelical leyendo de asesinos parisinos sentada al lado de una
anciana milenaria haciendo gala de sus matices altiplánicos. No podía pedir más.
Normalmente no sabía a quién agradecerle esa clase de coincidencias, pero entre
coincidencia y coincidencia, ésta no podía ser tan solo una coincidencia.
Tantas abuelas no podían ser en vano. Se la debió de haber mandado la suya,
esté donde esté. Se lo agradeció, pero no antes de recordar que el examen de
Derecho Tributario II había empezado hace 45 minutos. ¿Otra vez?, sonrió.